Wallenberg ya está muerto oficialmente

Por Mercedes Arancibia

El embajador sueco en la URSS Staffan Söderblom se entrevistó solamente una vez con Stalin. Fue en 1946 y el embajador quería saber, parece ser que sin demasiado interés,  algo sobre la desaparición en Budapest, un año antes, del joven diplomático sueco Raoul Wallenberg, porque existían fundadas sospechas de que el ejército soviético le había detenido y encarcelado.

Pero a Stalin no se le podían decir las cosas de frente. Así que Söderblom le dijo que aparentemente Wallenberg había muerto en un accidente y que seguramente las autoridades soviéticas no sabían nada del asunto. Stalin no respondió y finalizó la entrevista antes de lo previsto (fuente Daria Litvinova, The Moscow Times, septiembre 2016). El gobierno sueco prefirió no plantear preguntas incómodas para no enfadar a Stalin. ¿Por qué arriesgarse si Wallenberg ya estaba muerto?

Tendrían que pasar once años para que las autoridades soviéticas admitieran oficialmente, en 1957, haber detenido y encarcelado en 1945 al diplomático sueco. Y 71 años desde que se perdiera su rastro en los calabozos soviéticos para que, el 31 de octubre de 2016,  Suecia, su país natal, le haya declarado oficialmente muerto.

Lo que pudo ocurrirle después de su detención es uno de los grandes misterios de la Segunda Guerra Mundial. La verdad, toda la verdad sobre el destino de Raoul Wallenberg, diplomático sueco y salvador de decenas de miles de judíos en el Budapest invadido por los nazis, se encuentra escondida en los archivos de la URSS.

Las reticencias de los sucesivos gobiernos rusos a abrir los archivos del KGB han contribuido muho a que no se conozca una versión exacta de lo ocurrido. Mientras las autoridades soviéticas negaban durante años haberle hecho prisionero y su familia, en Suecia,  instaba al gobierno a negociar su puesta en libertad, e incluso a intentar canjearle,  siguieron circulando versiones y rumores que le situaban todavía con vida en los años 1980 en algún campo de trabajo, o muerto en accidente, ejecutado al término de la guerra e incluso  fallecido en el bombardeo de Budapest.

Por fin, en 1957, el gobierno soviético reconoció que le había detenido el Ministerio de la Seguridad de Estado (MGB) y aseguró que había fallecido en 1947, a los 35 años, a consecuencia de una crisis cardiaca en la cárcel de Lubianka, citando un informe del jefe médico de prisión, Alexander Smoltsov. Versión que los biógrafos de Wallenberg consideran una patraña.

Raoul Wallenberg (1912, Estocolmo), de 32 años, secretario de la legación sueca en Hungría, llegó a Budapest en 1944 con la misión de ayudar  a los judíos a escapar a la persecución nazi. Y lo consiguió, al menos con las entre 20 000 y 100 000 personas (según distintas estimaciones) que oficialmente sacó del país con pasaportes y visados suecos;  y con los más de cien mil que seguían con vida cuando entraron las tropas soviéticas. A los que no pudo exiliar les empleó en una compañía que había creado y les proporcionó alimentos, atención médica y un lugar donde vivir. Trabajó en colaboración  con el Consejo de Refugiados de Guerra (War refugee Board, WRB) y el Congreso Judío Mundial.

Wallenberg no fue el único; otros diplomáticos de países neutrales se unieron a sus esfuerzos. Carl Lutz, diplomático suizo, entregó certificados de inmigración a cerca de 50 000 judíos que abandonaron el país, protegidos por Suiza, para trasladarse a Palestina. Y el empresario italiano Giorgio Perlasca, haciéndose pasar por diplomático español, entregó cientos de visados españoles falsos y creó lugares seguros para los que no pudieron salir, entre ellos un hogar para niños. Cuando el ejército soviético liberó Budapest, en febrero de 1945, quedaban en la ciudad más de 100 000 judíos gracias a los esfuerzos de estos hombres.

En la primavera de 1944, las tropas alemanas entraron en Hungría y pusieron en marcha la mayor deportación masiva de la Segunda Guerra Mundial. En siete semanas, más de 400 000 judíos húngaros fueron enviados a Auschwitz ; la mayoría directamnte a las cámaras de gas. El secretario de estado estadounidense, Cordell Hull, quien no podía hacer nada para salvarlos porque el país ya había entrado en la guerra, pidió a Suecia una cooperación no oficial para una misión “de salvación”: Estados Unidos pagaría los gastos y Suecia dedicaría a la misión a alguno de sus diplomáticos.  Raoul Wallenberg, vástago de una de las familias industriales más poderosas de Suecia, trabajaba entonces en una empresa de importación exportación húngara-sueca y había viajado varias veces a Budapest, donde su patrón tenía las oficinas en el mismo edificio que la  embajada estadounidense en Estocolmo. Le propusieron la tarea y no dudó.

A finales de 1944, Wallenberg y los 350 empleados que formaban parte de su organización habían abandonado la embajada sueca trasladándose a un anexo separado. Decenas de miles de judíos vivían en circunstancias difíciles, aunque relativamente seguros, en el “ghetto internacional” creado por algunos diplomáticos. Esos judíos no sufrían la hambruna del ghetto central y en la calle disfrutaban todavía de una cierta protección gracias a la documentación que les proporcionaban las naciones neutrales. Con el dinero o por el WRB, Wallenberg alquiló en Budapest 32 edificios que declaró protegidos por la inmunidad diplomática. “En sus puertas instaló placas como «Biblioteca sueca» o «Instituto sueco de investigación», y colgó enormes banderas suecas en las fachadas. En esos edificios se alojaron en total cerca de 10 000 personas” (Penny Schreiber, “The Wallenberg Story”).

Wallenberg no parecía haberse dado cuenta de las crecientes desavenencias enre la Unión Soviética y los Estados Unidos. A medida que se acercaba el final de la guerra, Josef Stalin cada vez mostraba mayor desprecio por EEUU y Gran Bretaña, temiendo que sus aliados negociasen a sus espaldas un armisticio con Alemania.  Significativamente, los encargados de asuntos exteriores soviéticos también empezaban a reformular sus relaciones con Suecia. El Kremlin creyó llegado el momento de que el país neutral pagara su amistad con Alemania, y el mismo día de la detención de Wallenberg, el 17 de enero de 1945, la URSS se negó a negociar un nuevo acuerdo comercial.

El “preso número 7”
El 17 de enero de 1945 Budapest ardía en llamas. Saliendo de los suburbios de Pest, Vallenberg tenía que entrevistarse con los miembros del gobierno interino húngaro en la ciudad de Debrecen, en el este de Hungría, a 240 kilómetros de la capital, donde le iba a recibir el comandante del 2º Frente General Ucraniano, Rodion Malinovsky, para hablar de cooperación en las casas protegidas.

“Como diplomático de un país neutral, se sentía seguro”, dicen sus biógrafos. Pero ese mismo día desapareció, junto con su chófer. Cuando Raoul Wallenberg salió de Budapest con la escolta soviética, cometió el error que muchos otros diplomáticos suecos iban a repetir en los siguientes años: creer en lo que les prometían.

Aquella mañana –escribe su biógrafa la escritora sueca y  “smithsoniana” Ingrid Carlberg [1], segura de que Wallberg fue ejecutado en la Lubianka en 1947–, cuatro días después de la llegada del ejército rojo a Budapest, el coche de Raoul Wallberg iba escoltado por tres oficiales soviéticos, en motocicleta. Aparcaron delante de su última residencia, la magnífica villa que era sede de la Cruz Roja Internacional.

Wallenberg bajó del coche. Estaba de buen humor y gastaba las bromas habituales.  Quienes tuvieron oportunidad de verle en esa parada rápida en la calle Benczur supusieron que sus conversaciones con los oficiales soviéticos, que tenían como objetivo un plan de cooperación para garantizar la ayuda a los judíos, habían sido satisfactorias. Sin embargo, el mismo día, el viceministro de Defensa ruso, Nikolai Bulganin, envió desde Moscú al frente húngaro una orden de detención de Wallenberg. Parece ser que, una vez detenido, viajó escoltado junto con su chófer, Vilmos Langfelder, en un tren que atravesó Rumania y que durante el viaje trabajó en una novela de espías que estaba escribendo.

"Ahora, 71 años después de que el ejército soviético detuviera a Wallenberg aquel día en Budapest, y más tarde le encerrara en la temible Lubianka, en Moscú, catalogado como ‘prisionero de guerra’; sabemos que los detalles de los últimos días y las circunstancias de su trágica muerte han permanecido mucho tiempo envueltos en el misterio y la intriga”.

Tras la muerte de Stalin, en 1953, quedaron en libertad miles de prisioneros de guerra alemanes que hicieron declaraciones, en las que figuraba haber coincidido con Raoul Wallenberg en las cárceles de Moscú. En 1956, con ocasión de una visita a Moscú, el primer ministro sueco, Tage Erlander, presentó al nuevo dirigente soviético, Nikita Khrushchev, un dossier lleno de pruebas.

Los documentos internos del ministerio soviético de Asuntos Exteriores revelan que, ese mismo año en primavera, unos funcionarios hurgaron en los archivos del hospital de la prisión de Lubianka buscando una causa de muerte para adjudicársela a Wallenberg. El informe que finalmente presentaron en 1957 sigue siendo la versión oficial rusa del caso: Raoul Wallenberg murió de una crisis cardiaca en la celda de la tristemente célebre cárcel de Lubianka –que durante años fue la sede de la policía política soviética– el 17 de julio de 1947, cuando llevaba detenido dos años y medio.

En unas memorias publicadas no hace mucho, el antiguo jefe del KGB Ivan Serov dejaba entrever que a Wallenberg le habían «liquidado» en 1947 los servicios especiales. La orden de matarle llegó directamente de Stalin y del ministro de Asuntos Exteriores, Vyacheslav Molotov, habría declarado quien fuera ministro de la Seguridad del Estado o MGB, Viktor Abakumov, en uno de los interrogatorios a los que fue sometido antes de ser ejecutado en 1954.  Otra contradicción con la versión oficial es el registro de interrogatorios de la cárcel de Lubianka, de los días 22 y 23 de julio de 1947, que los archivistas del FSB (antigua KGB) entregaron a los investigadores en 2009; en ese documento, y a pesar de una minuciosa censura, se demuestra que todos los prisioneros relacionados con Wallenberg fueron interrogados, y después permanecieron aislados durante años.

Alguien a quien se menciona como «Prisionero nº 7» fue interrogado el 23 de julio. Para los archivistas del FSB se trata sin duda de Wallenberg, lo que significaría que seguía vivo después del día en que había muerto. Otros investigadores piensan que pudo sobrevivir y fue enviado a otra cárcel. Marvin Makinen, hoy profesor en la Universidad de Chicago, fue condenado por espionaje y pasó dos años en la prisión de Vladimir, donde algunos internos le hablaron de un misterioso detenido VIP, un sueco, que siempre permaneció en celdas de aislamiento. En los años 1980, Makinen entrevistó a una exempleada de aquella cárcel, que había conocido al detenido VIP: en varias fotos reconoció a Wallenberg.

El primer mártir de la guerra fría
“Raoul Wallenberg es sin ninguna duda una figura emblemática de la lucha contra todas las formas de sistema totalitario. En su misión en la legación sueca en Budapest (…) fue el primero en llevar a cabo una acción de ingerencia humanitaria. Un precursor en la materia que salvó a más de 130 000 personas de una muerte segura, y que desapareció atrapado por el Ejército Rojo. Encarcelado en la terrible prisión de Lubianka, erró de cárcel en gulag… » (Claudine et Daniel Pierrejean, Les secrets de l’affaire Raoul Wallenberg, L’Harmattan).

Entre un océano de mentiras y rumores, algunas cosas son ciertas: el informe del médico de la prisión, Smoltsov, que cita la “crisis cardiaca” como cusa de la muerte, y el hecho de que el jefe del MGB, Abakumov, ordenara que no se le efectuara una autopsia y se procediera a la cremación del cadáver, lo que significa que ambos conocía la verdadera causa. Y, con toda seguridad, también Stalin. Otra pregunta sin respuesta es por qué Wallenberg fue detenido cuando procedía de una familia de industriales suecos que tenían negocios en la Unión Soviética desde comienzos del siglo XX. El historiador Bernstein cree que Stalin quiso utilizar a Wallenberg cautivo en la negociación de un préstamo u otra cuestión económica, pero “tras entrevistarse con el embajador Söderblom el 15 de junio de 1946, se dio cuenta de que Suecia no quería a Wallenberg. Por tanto ¿qué podía hacer con un prisionero al que nadie necesitaba?”.

El ejército rojo le detuvo en los últimos momentos de la Segunda Guerra, como sospechoso de ser un espía a sueldo de los aliados, además de un despreciable capitalista. En plena guerra fría, en 1981, Washington le convirtió en un símbolo, concediéndole el título de ciudadano de honor que hasta entonces solo ostentaba otro extranjero, Winston Churchill.

Como reconocimiento al excepcional papel que desempeñó durante la Shoah, El estado de Israel otorgó a Wallenberg los títulos de “Justo entre las Naciones” (como consta en el Memorial de Yad Vashem) y ciudadano de honor.

Más tarde, llegó también el reconocimiento de Canadá y Hungría. Su memoria permanece honrada en numerosos monumentos, calles, parques, premios, comités e institutos que, en distintos lugares del mundo, llevan su nombre.  Al tiempo que el certificado de su muerte con fecha de 31 de julio de 1952,  porque no puede hacerse antes de cumplirse cinco años de la desaparición, el gobierno sueco le ha reconocido como Héroe de la Segunda Guerra Mundial.

Para Anne-Françoise Hivert, corresponsal del diario francés Libération en Suecia, Wallenberg es en nuestros días “una fuente de inspiración”, pues si bien “tuvo un destino trágico también fue excepcional, hasta el punto de que su nombre se cita con frecuencia en Suecia, desde el comienzo de la crisis de los refugiados, como un ejemplo a seguir”. “Lo que constituye su esencia, es el hecho de que fue no solamente un diplomático, sino un hombre de acción, de resultados”, recuerda Ingrid Carlberg, autora de una biografía de referencia. “Lo que le importaba era salvar a judíos en Budapest y no dedicarse a tratos políticos. Todo lo contrario de lo que hoy se hace en Europa”.

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