Alemania puede pasar de problema a solución

Juan Antonio Sacaluga

Europa mira al Oeste (Estados Unidos) con inusitado estupor y al Este (Rusia) con creciente aprensión. En estos momentos de perplejidad y desconcierto, el proyecto europeo se fragiliza, escasean las visiones lúcidas y transformadoras, se agotan los discursos que han conformado el relato colectivo durante más de medio siglo y se percibe una ansiedad excesiva por aferrarse a una referencia de solidez y estabilidad. Y muchas miradas, aunque no haya un consenso absoluto, convergen en el corazón del continente: en Alemania.

Quién lo habría de decir: Alemania, como esperanza de eso que ha convenido en llamarse el “orden liberal mundial". Alemania, la gran potencia desestabilizadora del siglo pasado, renace de sus cenizas (materiales y morales), para erigirse de nuevo en el faro y motor del destino europeo.

En la segunda mitad del siglo XX lo hizo bajo el signo de la contrición y la autocrítica, de la modestia de gigante sin ambiciones de poder, para purgar un pasado de poder ilimitado. Se acuñó una fórmula resultona para definir el papel de Alemania en la Europa próspera de las post-post-guerra: un gigante económico y un enano político.

Hasta que llegó el derrumbe de la Unión Soviética y se alumbró la oportunidad de la reunificación. La Alemania entera, sin divisiones, superada la humillación de la derrota y sus consecuencias prácticas, jugó un papel un tanto equívoco desde 1990 hasta la gran recesión de primeros del presente siglo. Se mantenía el discurso de la modestia política, pero su influencia, su peso, su descomunal capacidad para imponer su modelo de “capitalismo renano” se ha terminado imponiendo.

Incluso a costa de factores que se consideraban intocables, como el famoso eje franco-alemán, motor y elemento equilibrador del proyecto europeo.

Esa visión un tanto anestesiada del nuevo poderío alemán saltó por los aires en Europa con los efectos devastadores de la austeridad, del modelo defendido a machamartillo desde Berlín (o desde Frankfurt). Algunos críticos, con ácido resentimiento, vieron en la política económica alemana la cristalización actual de las divisiones mecanizadas hitlerianas.

Por eso, durante esta última década, los defensores de un proyecto europeo de progreso focalizaron en Alemania, en el relativo consenso nacional en torno al nuevo poderío germano, el núcleo del problema: la intransigencia, la rigidez germana, como tópico distintivo de un supuesto carácter nacional o cultural. En realidad, el retroceso de los derechos sociales, el incremento de la desigualdad y otros elementos negativos que ha dejado la crisis no sólo ha sido consecuencia de esa visión obsesivamente anti-inflacionista imperante en Alemania, sino de las concepciones neoliberales de inspiración y desarrollo anglosajonas.

Ahora, en plena sacudida exterior, desde el Este y el Oeste, Europa se siente más insegura que nunca en medio siglo, con la eclosión de amenazas que se suponían superadas (el expansionismo ruso) y el aparente desestimiento del gran aliado al que se consideraba impertubable (la América egoísta/egotista que Trump representa).

Y en este panorama de incertidumbre sin precedentes, Alemania pasa a convertirse en la gran esperanza de esa “Europa de siempre”. Se olvidan las heridas de la austeridad y se evoca la Europa de los valores. El elemento catalizador de esta transformación un poco mágica fué la crisis de los refugiados, ese espejismo de Alemania como protectora de los más débiles, de los desamparados, en una Europa asustada, replegada, ahogada en su miedo.

La madre severa pero justa
Y a falta de proyecto, de programa, de compromiso político colectivo, se perfila la búsqueda afanosa de la figura ancla o providencial, no en el trágico sentido de la historia alemana, sino en la moderna concepción protectora. Ahí se reinventa a Ángela Merkel.

La solidez de la canciller como potencial líder europea no proviene de unas maneras fuertes, del tradicional autoritarismo prusiano. Por el contrario, lo que la ha afirmado durante unos años como referencia ha sido su capacidad para hacer valer su agenda sin estridencias, con firmeza, pero sin estrépitos. Una madre severa pero justa.

Y, sin embargo, la incuestionabilidad de la gran dama europea empieza a diluirse. Con inesperada rapidez y con sorprendente origen. Ha sido dentro y no fuera de su país donde ha empezado a minarse el liderazgo de Merkel. Más aún: no ha sido desde la oposición, ni siquiera desde sus socios/rivales socialdemócratas donde empezó a cuestionarse su invulnerabilidad política. Ha sido desde su partido, o desde la formación gemela de su partido en la siempre incómoda Baviera.

¿Por qué este cambio más o menos brusco? ¿Por qué se ha pasado la solidaridad de las estaciones de ferrocarril acogiendo a los refugiados expulsados de Centroeuropea al ‘síndrome de nochevieja’, es decir a la visión de los refugiados, de los extranjeros procedentes de regiones de guerra o de pobreza como potenciales terroristas, violadores o delincuentes?

Por los atentados, por supuesto. O quizás habría que decir: por la lectura deformada, por las exageraciones conscientes e inconscientes de la amenaza terrorista. Pero también por la tensión subyacente, no siempre explícita, en el seno de la sociedad alemana. Hace tiempo que una corriente xenófoba, populista, neonacionalista iba cobrando fuerza y tomando cuerpo en Alemania. Como en el resto de Europa. Y del mundo.

Alemania no estaba tan vacunada de sus demonios, como los propios alemanes pensaban y los demás ciudadanos europeos habíamos llegado a creer.

Ahora que aguardamos con sobrecogimiento el resultado de las elecciones en Holanda o en Francia, debemos preocuparnos seriamente por la dimensión que esas fuerzas del desprecio sean capaces de alcanzar en Alemania el próximo mes de septiembre.

Pero debemos desterrar la inmadura idea de que Merkel es una especie de tótem imprescindible para conjurar ese peligro. No es la afirmación de la Alemania que ella representa la solución a los errores, fracasos, miedos y fantasmas de Europa. No es la idea de un liderazgo personal como timón de un orden liberal a la deriva lo que debe imponerse en el discurso europeo.

Límites de la posible recuperación socialdemócrata
Surge ahora la posibilidad de una nueva oportunidad de la socialdemocracia en Alemania. El candidato del SPD a la cancillería, Martin Schulz, ha impulsado en las encuestas al viejo partido de los trabajadores alemanes, tras una década larga de derrotas. Pero sería un error pensar que la relativa recuperación electoral de la socialdemocracia alemana puede ser, por sí sola, un principio de solución a los problemas europeos.

Schulz pertenece a un sector menos acomodaticio del SPD, pero no es un recién llegado ni un exponente inequívoco de renovación. Ha presidido durante años un Parlamento europeo incapaz de conjurar la deriva. Ha criticado la austeridad, sin duda, pero se ha mantenido en la disciplina de un partido que erosionó los principios del socialismo europeo con la famosa agenda 2000 del excanciller Schröder.

Además, aún ganando, el SPD y el propio Shulz tendrán que encontrar socios para gobernar, y lo más probable es que se vean obligados a repetir la fórmula de la gross coalition. La rivalidad de campaña puede resolverse en la convergencia de la gestión de gobierno: invertido el orden de los factores, pero inalterado el producto final.

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