Nariz de cera

Por En Cierta Medida

Hasta el último tercio del siglo XX, la ética médica se regía por el principio de tradición hipocrática de beneficencia según el cual los médicos actuaban según dos normas morales: primero no hacer daño (primum non nocere) y después procurar el mayor bien a los pacientes según su propio juicio. El siglo XX trajo profundos cambios que cuestionaban este paradigma y, con ellos, nuevos problemas. Por desgracia, como sucede a menudo y como señala el profesor de bioética Benjamín Herreros, para que los seres humanos nos pongamos límites es necesario primero rebasarlos. Los horrores cometidos por los nazis en la II Guerra Mundial condujeron al término de la guerra al Código de Núremberg (1947), que regulaba la experimentación con humanos; y el experimento Tuskegee en los años 70, que dejó a una comunidad de afroamericanos con sífilis sin tratamiento para observar la evolución natural de la enfermedad, desembocó en el Informe Belmont (1979), que supuso un punto y aparte en la ética médica al señalar los principios básicos que deben regir las investigaciones con seres humanos y las directrices que garanticen su cumplimiento.

Creo que hemos rebasado los límites televisivos a golpe de programas nauseabundos sobre cotilleos irrelevantes, tertulias fabricadas alrededor de la mentira más desvergonzada, verborrea pseudocientífica que se presenta como complemento (e incluso alternativa) de la ciencia física y superproducción de cocineros mentecatos y expertos en, cielo santo, “coaching”. Ya está bien. La televisión puede hacer daño y hacernos creer que habitamos un mundo en el que Belén Esteban tiene algo que decir acerca de algo que no sea Belén Esteban; convencernos de que vivimos en un país dominado por la extrema izquierda leninista que quiere acabar con el capitalismo, la corbata y los reyes magos; y persuadirnos de que para comprender las leyes del universo es necesario tener la “mente abierta”. Las fanatizadas tertulias de ultraderecha y los asquerosos programas edificados alrededor del más radical culto al “yo” necesitan un Código de Núremberg y un Informe Belmont que suponga un punto y aparte en la ética televisiva. No será así, por supuesto. Los espectadores televisivos tendremos que refugiarnos en la inagotable producción de series maravillosas que no sólo no hacen daño sino que procuran el mayor bien de los que deciden pasar un rato frente al televisor. 

La ética televisiva siempre tendrá una nariz de cera que se puede deformar como se quiera. Como la física, vamos.

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