La salud de los medios de comunicación

Por María Delás

El periodismo vive contaminado por intereses ajenos al oficio de informar. Eso es así desde siempre. Al igual que tantas otras actividades socialmente necesarias, para existir necesita sortear a todos aquellos actores públicos y privados que lo intoxican, lo degradan, lo inutilizan, lo paralizan. Con demasiada frecuencia se ignora esa realidad, a pesar de que de un tiempo a esta parte el ambiente se ha enrarecido mucho más. La información tóxica es dañina, claro está, pero eso no impide que se consuma compulsivamente a toneladas, como si nada ocurriera.

Medios de comunicación, enfermos y sanos, sobreviven en la inestabilidad, en circunstancias siempre cambiantes, obligados a adaptar sus métodos de funcionamiento a nuevas condiciones económicas y tecnológicas, que ofrecen oportunidades extraordinarias, pero ponen nuevos límites a la libertad de difusión de información, conocimiento e ideas. Periodistas y creadores de contenidos viven a menudo en la incertidumbre, porque los cambios en la manera de elaborar, difundir y consumir información, constantes y rápidos, obligan a revisar permanentemente los comportamientos.

La prensa, la radio, la TV y los medios digitales intrigan, no dejan de sorprender y a veces irritan. La sociedad moderna se mueve en buena medida bajo su influencia. Se encuentra fuertemente ‘mediatizada'. Lo decían compañeros del diario francés Le Monde en un libro destinado a los educadores ya en los años 70, cuando apenas nadie sabía de la existencia de Internet ni podía imaginar el grado de desarrollo que alcanzaría la red de redes.

La prensa ejerce desde que nació un cierto poder de vigilancia sobre los poderosos, pero por esa misma razón ha vivido y vive bajo la mirada atenta y vigilante de otros poderes de mayor peso, condicionada por ellos, por inversores que exigen complicidad con sus intereses económicos o por personas que ocupan lugares estratégicos en la Administración. Agentes opulentos que cuentan a menudo con la asistencia de dóciles pensadores por cabeza ajena, que suelen expresar en voz alta lo que de ellos se espera que expresen, y que buscan, a veces más y a veces menos, el favor de la autoridad o de quienes calculan que resultarán ganadores en próximas contiendas, sean los que sean, sin que importe su objetivo.

La independencia, de la que presumen tantos medios, nunca ha existido como tal en términos absolutos, porque el poder económico y político traza los caminos a seguir, y nunca faltan ‘profesionales’ inclinados a pensar que el que manda, por tener la facultad de mandar, tiene además algo más importante que la razón. Es una dolencia antigua.

Lo nuevo para casi todas las empresas periodísticas es que su salud económica se encuentra en entredicho. Anteriores crisis se llevaron por delante una gran cantidad de medios, pero otros, nuevos y antiguos, se consolidaron como empresas solventes. Ahora todo es diferente. Los actuales desequilibrios han castigado con dureza a redacciones de todo tipo. La vida se ha vuelto realmente complicada para casi todos los medios del Estado español, con la clara excepción de los dos gigantes de la televisión.

Ocurre que, tal como señala aquí mismo Ignacio Sánchez Cuenca, la “prensa tradicional se encuentra en una decadencia preocupante”, sobre todo porque los periódicos en papel se leen poco. Mucho menos que hace unos pocos años. Sus editores se creen influyentes, pero sus ventas disminuyen, al igual que sus ingresos y sus recursos para elaborar contenidos, que pierden calidad desde todos los puntos de vista.

Las empresas periodísticas de mayor renombre en España parecen inmersas en un proceso de descomposición de incierto final.

La televisión generalista se mueve en otros parámetros. La pública resiste como puede, a pesar de los ataques de quienes la querrían ver desaparecida o reducida a casi nada. Aguanta pese al maltrato de los gobernantes y al inmovilismo o incompetencia de algunos de sus gestores. Y la privada se ha concentrado en dos grandes corporaciones. Se acabó la veleidad del ‘pluralismo’. Esas empresas, las dos grandes del duopolio televisivo español, han padecido altibajos, pero han podido celebrar importantes cifras de negocio y de beneficios.

Lo han conseguido mediante la absorción de una porción enorme del pastel publicitario y con la apuesta sin remilgos por la producción a bajo coste.

Hace ya tiempo que asumieron que la ficción y el entretenimiento de calidad resultaban demasiado caros. Y en el ámbito informativo decidieron que la búsqueda de aspectos significativos de la vida real, la selección, grabación y edición cuidadosas sobre lo que ocurre exigía un tiempo de trabajo de equipos de profesionales cualificados que no deseaban sufragar. Vieron que era más barato y sencillo inventar una ‘nueva realidad’. Mediante la “creación de realidad” la televisión se convirtió, como escribió Pierre Bourdieu (1), en “el árbitro del acceso a la existencia social y política”.

Algunos productores de programas habían demostrado que era relativamente fácil construir ‘personajes famosos’ que pelearan entre sí y se humillaran en escenarios diseñados al efecto o en platós de televisión. Algunas emisoras de radio habían tomado la iniciativa, ya en los años 80, de llenar horas de programación con comentaristas, especializados en nada pero capaces de improvisar discusiones a la ligera sobre cualquier cosa, por seria que fuera.

Hoy esa práctica se ha extendido como una mancha de aceite por todos los medios de radio y televisión. Lo que antes escandalizaba por frívolo y falto de credibilidad a buena parte de la profesión periodística hoy se programa sin pudor y ocupa horas y horas en las parrillas televisivas.

Los en otro tiempo “influyentes” intelectuales, unos más o menos “orgánicos”, otros más “independientes”, han quedado desplazados por charlatanes desvergonzados, que vociferan y apagan sistemáticamente la voz de especialistas, estudiosos y, lo que es más grave, también de los que deberían ser considerados como verdaderos sujetos de las noticias. Dice Pablo Sánchez León en el arranque de este debate que los intelectuales “siempre han ejercido como una suerte de aristocracia de la opinión”. Habla del salto de algunos de ellos “de la universidad a los medios” y de su encaje con “periodistas”, “elevados a la condición de formadores de opinión”, con “celebridades y tertulianos de todo tipo”. Es posible que nuevas generaciones de trabajadores del conocimiento, ‘aristócratas’ o no, releven o pretendan relevar a los más antiguos, y seguro que hace falta aire fresco, pero el problema más grave no es generacional. Es preocupante que se escuche poco a intelectuales viejos y jóvenes, pero lo terrible ocurre cuando se les ignora, porque gran parte de la atención que conforma “la opinión pública” se dirige hacia predicadores a sueldo del establishment, sin capacidad ni voluntad de pensar por sí mismos, que lanzan machaconamente, día tras día, semana tras semana, mensajes sin complejidad ninguna y a menudo infundios, para desautorizar cualquier forma de pensamiento crítico o de contestación.

Jaume Grau lo expresó en Público en un artículo memorable. “Hoy en día la tertulia, en su formato televisivo, es la forma más obscena, irritante y desinformada de acercarse a la actualidad”, “Me gustaría que el medio televisivo recuperara el debate ordenado y docto enfrente del de la tertulia inculta ”.

Los medios, casi todos en manos de la derecha, necesitan cada vez menos a pensadores, estudiosos, analistas o informadores responsables, conscientes de la responsabilidad que adquieren cuando evocan ante miles de personas datos y valoraciones sobre la realidad que les afecta.

Conviene preguntarse en este Espacio Público para el debate sobre si habrá manera de que la sociedad se proteja frente a ‘creadores de opinión’ indocumentados, que nunca deberían ser considerados como periodistas en ejercicio, aunque tengan lugar reservado en múltiples ‘tertulias’, inacabables, en programas de cadenas grandes o pequeñas, en los que a menudo resulta imposible realizar el esbozo de cualquier argumento.

El periodismo responsable debería descartar cualquier complicidad con estas prácticas, pero hay que decir también, aunque parezca contradictorio, que todos los medios, incluso los amarillos, tienen grietas que hacen posible la intervención y el trabajo de informadores, analistas y/o productores de contenidos comprometidos con la información veraz y la desintoxicación. Tal como explica desde hace años Xavier Giró, los periodistas conscientes de su labor podían, pueden y deben aprovechar y ensanchar todas las oportunidades que ofrecen los medios para “visibilizar discursos alternativos al dominante”.

Para los empeñados en este propósito, la explosión de Internet significó un cambio tremendo en el panorama y las reglas del juego.

Medios grandes y pequeños, junto a infinidad de individuos con voluntad de elaborar y transmitir mensajes, miran hacia Internet como el entorno inmenso en el que han de encontrar un lugar si quieren existir en el futuro como sujetos activos en el espacio comunicativo.

Cualquiera que quiera poner en circulación una “publicación” en la red ha de saber que no solo compite contra grandes factorías de elaboración y difusión de contenidos, con una fuerte incidencia en redes, sino también con un ilimitado número de fuentes, en un espacio en el que “las mentiras fluyen y se multiplican, se adjudican citas falsas, se inventan datos, declaraciones, se cambian párrafos, se suplantan identidades…”. “Una selva”, como explicó José María Izquierdo (2). Quien quiera hacerse ver y ganar credibilidad entre los medios digitales necesita actuar con inteligencia, conocimiento, habilidad y tiempo, pero también trabajar con permiso del buscador todopoderoso y de la hermana mayor de las redes sociales.

Inteligencia porque las claves de la red son múltiples y a menudo complicadas.

Conocimiento porque hay que saber a qué público se dirige cada unidad informativa y elaborar su contenido con el nivel de competencia preciso.

Habilidad porque hay que elegir bien, trabajar cada pieza con todo el ingenio disponible y difundirla de acuerdo con los medios adecuados.

Y tiempo, tiempo de trabajo, porque la competencia es muy dura, y porque con la red, el capitalismo contemporáneo ha conseguido, como explica Jonathan Crary (3), que se considere “posible e, incluso, normal, la idea de trabajar sin pausa, sin límites”.

Junto a todo ello, es preciso actuar de acuerdo con los criterios de Google, que es algo así como el dios descrito en los catecismos. Todo lo sabe, todo lo ve, está en todas partes, premia y castiga..., con la diferencia de que ese buscador es una empresa descomunal, con intereses económicos claro está, que tiene en su mano el posicionamiento de los contenidos, su visibilidad e incluso su comercialización, porque se ha convertido en el principal canal de inversión publicitaria en la red.

Otro tanto ocurre y de diferente manera con Facebook, que ha conseguido que para buena parte de la población mundial su nombre sea sinónimo de internet. Es una herramienta poderosísima para difundir y compartir contenidos, siempre y cuando a la hora de publicar se tengan en cuenta sus exigencias, estrechamente relacionadas con la capacidad de viralizar y con el rendimiento económico.

Esa red, Internet, en contra de lo que pretendíamos creer tantos ilusos, no es el reino de la igualdad de oportunidades. Es cierto que el que no publica en internet es porque no quiere. Lo dicen y repiten algunos de esos cansinos tertulianos, pero eso tiene casi tanto valor como decir hace unos años que todos los ciudadanos tenían derecho a escribir algo en un papel y a distribuir unas cuantas fotocopias.

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