El espejismo electoral de EEUU

Por Joaquín Roy

En cada elección presidencial de Estados Unidos, los comentarios del exterior insertan una imposible demanda. Si la influencia y el poder mundial de Washington son tan descomunales, debiera ser justo que los ciudadanos del resto del universo votaran en los comicios presidenciales.

Si esa alternativa fuera posible, hace ya tiempo que el resultado hubiera dado como vencedora a Hillary Clinton, quien ya no se hubiera molestado en seguir la campaña, sin tener que revisitar países que ya conocía como secretaria de estado.

Sin embargo, este diagnóstico no se debe tanto a la atracción de la candidata demócrata, que es moderadamente notable, sino al perfil terriblemente negativo de Donald Trump, el aspirante republicano.

La realidad es que el resultado de los comicios será obra de la elección de los votantes estadounidenses, en su propio contexto.

Fuera y dentro de Estados Unidos, hace apenas un año prácticamente nadie hubiera contemplado la posibilidad de que la elección fuera entre Hillary (aunque durante demasiado tiempo acosada por un contrincante “socialista”, Bernie Sanders) y un millonario sin ningún currículum político.

El mito nacional de que cualquiera puede ser presidente no incluía que alguien lo intentara sin apenas aprendizaje, por lo menos de modesto alcalde o congresista de un oscuro distrito. Trump ya era famoso, pero como constructor y estrella mediática.

Los argumentos de la “campaña” de Trump incluyeron una antología de insultos, ataques a minorías raciales y culturales, vecinos, e incluso menosprecio por la propia esencia del sistema democrático norteamericano.

La guinda fue su resistencia a solamente aceptar el resultado electoral… si ganaba. Significaba una traición merecedora de castigo ejemplar. Numerosos líderes republicanos cortaron amarras y desistieron a seguir apoyándolo. La estupefacción universal fuera de las fronteras fue general.

Pero, en fin, el panorama se consolidó. Trump había capturado su lugar en el sol por una combinación de factores, a cada cual más significativo.

En primer lugar, todavía hay que destacar la lamentable actuación de todos los precandidatos republicanos, incapaces de avanzar en sus reclamos con una agenda tradicional de su partido. En segundo término, Trump siempre jugó su carta en el vacío generado por las heridas recibidas en la identidad nacional, huérfana de valores positivos.

El apoyo a Trump en las encuestas en numerosos estados se debe a la inserción de un fenómeno político que no es nuevo, pero que ha explosionado en otras regiones del planeta: el populismo.

Diferente a los orígenes izquierdistas de América Latina (que apenas colea en algunos países de la debilitada Alianza Bolivariana de Nuestros Pueblos de América, el ALBA, la obra de Hugo Chávez), el populismo ha reaparecido en Europa, esta vez impelido por intereses conservadores que han aprovechado la debacle de la socialdemocracia y su incapacidad de responder a las necesidades de sus sectores naturales.

En Estados Unidos se ha ofrecido a los sectores que han sufrido con más intensidad la desindustrialización, los que están menos alerta sobre cómo funciona el mundo, los que no tienen estudios universitarios y los que creen que su origen racial está en peligro ante la invasión de los inmigrantes.

En fin, Trump ha vendido la idea de que puede hacer “grande” de nuevo a Estados Unidos.

Es curioso observar que sus potenciales votantes no pueden responder a la pregunta de cuáles son los aspectos básicos de su agenda, aparte de los planes negativos.

Todo se reduce a la construcción de un muro con México, al derribo del plan de seguro médico del presidente Barack Obama, a una rebaja de impuestos (sin decir sobre qué y para quién), a un aumento del potencial militar (sin detalles del costo), y a la eliminación de las alianzas de libre comercio (foco de la irritación también en Europa).

El embelesamiento de esta agenda lo ha conseguido al no haber tenido que responder a las consignas de un partido que nunca ha existido para él, y que saldrá de todo esto malherido, si algún líder desaparecido no lo remedia.

La situación actual es que, en parte por el impacto de la polémica levantada por el sistema dual de los correos electrónicos usados por Clinton, se ha llegado casi a un empate técnico en las encuestas que se basan en el voto popular global.

Ambos candidatos reclaman un porcentaje un poco por debajo de 50 por ciento, separados por pocos puntos.

Pero ese espejismo no se traslada a la realidad final del voto electoral, que reclama un mínimo de 270.

Paradójicamente, el desaguisado puede resolverse por el rescate del curioso sistema del inexistente “colegio” electoral, que son sencillamente unos “puntos” atribuidos a cada uno de los estados.

El “colegio” es la herencia de las intenciones elitistas originales. Los votos asignados son la suma de tantos congresistas y senadores de cada estado. El candidato que recibe sencillamente más de 50 por ciento de los votos estatales, se lleva todos los “puntos”.

De ahí la importancia de lograr la mayoría en los estados de California, Nueva York o Florida. La adjudicación mayoritaria de los votos de los estados más poblados maquillará la incómoda amenaza del voto popular.

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