Para Irene

Por Ileana Ruiz

Hace tres años, mi esposo sufrió un accidente cardiovascular. Era irreversible el daño pero yo no lo quise admitir.

Durante tres años mi vida consistió en darle razones para resucitar. Cariño, caricias, música, noticias. Le hablaba, le hablaba, le hablaba.

Yo sé que cuando una persona ya no quiere vivir más, se muere. Cada mañana intentaba penetrar su silencio cavernoso. Se me iban las tardes tratando de interpretar su mirada ausente. Dedicaba las noches a fantasear rutas de felicidad. No logré que el rictus de amargura volviera a ser sonrisa.

La culpa es el más cruel de los sentimientos. Impuesta desde una cultura judeo-cristiana “por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa” esta daga me iba desollando: o vivía con la carga de su dolor o con la quizás más pesada de haberlo abandonado a la muerte.

Tres años. Mi ventrículo izquierdo no estaba eyectando sangre solo para mi cuerpo sino que tenía la responsabilidad de hacerlo con tal fuerza que llegara al suyo. ¡No hay miocardio que soporte tal presión!

Fue una palabra amiga la que me hizo desconectar a mi amado de su vida artificial.

Lloré sin interrupción con la garganta impedida de palabras, con el llanto desgarrado que provoca la separación de la parte más sensible de la propia existencia.

No creía posible superar la ausencia de su tibieza, de nuestra proyección común de país, de desnudarme ante su oído diligente. Mas es cierto que el luto pasa con trabajo, tierra y tiempo.

Hoy, mientras se diluía la sonoridad nocturna de grillos y sapitos en el anuncio mañanero de las guacharacas y azulejos, me sorprendí en mi balcón de trinitarias con el corazón alegre. El gorjeo de pensamientos gratos tenía un nuevo nombre masculino.

¡Ay, que me perdonen los muertos! ¡No hay nada más sabroso que estar enamorada de un hombre vivo!

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