No somos tan importantes

Por Carlos Miguélez Monroy

El uso de teléfonos al volante provoca al menos uno de cada cuatro accidentes de coche, según un informe del National Safety Council (NSC), una organización estadounidense dedicada a la prevención de accidentes por medio de la investigación y la sensibilización.

El informe habla de “al menos” porque, desde la NSC, consideran que la cifra real puede ser mucho mayor, pero diversos obstáculos impiden obtener pruebas para unos datos más exactos. Muchos supervivientes de estos accidentes niegan haber utilizado dispositivos móviles mientras conducían. 

Quizá por miedo a que el seguro no cubra los daños o a que puedan ser procesados por conducción temeraria o por vergüenza o por culpa ante los posibles daños provocados a terceros. En otras ocasiones no recuerdan la secuencia del accidente y, en muchas otras, la persona no sobrevive.

De los casos donde se puede demostrar la utilización de dispositivos como la causa de la distracción que provocó el accidente, una gran proporción corresponde a personas que llamaban con el teléfono en mano o que utilizaban el “manos libres”. Un porcentaje menor corresponde a personas que enviaban mensajes de texto cuando se produjo el accidente.

Este dato da en el epicentro del problema. No se trata de idear alternativas para que las personas puedan comunicarse mientras conducen, sino de cuestionarse sobre la supuesta necesidad de estar disponibles y conectados en otro momento como para no poder esperar. Parece que el chiste según el cual los hombres no pueden hacer dos cosas a la vez aplica en general a las personas que conducen. Medir los coches de enfrente, los retrovisores y posibles imprevistos acarrea mayores dificultades cuando uno no tiene gran parte de su atención en una conversación.

Hace falta trabajo de educación y de prevención para que las personas conozcan lo suficiente las consecuencias tanto para ellas como para los demás y, de esta manera, modifiquen su conducta. Han tenido resultados limitados las medidas que se han tomado en distintos países para penalizar la utilización de teléfonos al volante con fuertes multas o con la retirada de la licencia.

Aunque las multas y otras condenas puedan disuadir a algunas personas, ocurre como con las penalizaciones por conducir ebrio o bajo los efectos de las drogas. Por muchos controles que se pongan en marcha nunca se podrán poner los suficientes para aprehender a todos los que infringen la ley y ponen en peligro su vida y la de terceras personas. No se puede poner a policías en todas las calles ni en todas las carreteras para controlar el comportamiento de personas libres que deberían conocer los riesgos de su comportamiento.

Nuestra sociedad funciona con resortes que van en contra de la vida misma. Muchos accidentes se producen por esa necesidad de estar siempre en otro lado, en la incapacidad de vivir “aquí y ahora”.

Nos duchamos y pensamos en la ropa; nos vestimos y tenemos la mente en el desayuno; tomamos el café y ensayamos la reunión del trabajo. Esperamos que las personas respondan nuestros mensajes de Whatsapp al instante. O, al revés, creemos que los demás no podrán vivir sin nuestra respuesta inmediata. Tan importantes nos hemos llegado a creer. Han evolucionado tanto y tan rápido las tecnologías que no se han medido las consecuencias de abusar de ellas ni se ha reflexionado lo suficiente sobre la magnitud real del un problema social tan grande o más que las drogas y el alcohol por todo lo que puede implicar. Las personas creen satisfacer sus necesidades comunicativas e incluso afectivas tan rápido y a tal magnitud que minimizan las frustraciones que luego les genera no recibir mensajes o pasarse horas del día enviando y recibiendo mientras la vida pasa por su lado.

Por eso, la educación y la prevención no pueden basarse sólo en mostrar las consecuencias con terroríficos videos de coches destrozados, sangre, cristales por todas partes y un teléfono que rueda por el asfalto. Un auténtico cambio pasa sobre todo por atajar las adicciones de las personas a las nuevas tecnologías y por identificar la soledad que nos lleva a creer que necesitamos estar conectados las 24 horas del día.

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