Por qué hemos de proclamar la república (I)

Por Lidia Falcó

Un esforzado y heroico reportero anónimo, al menos para mí, ha filmado clandestinamente durante muchos días las atrocidades que se cometen en Arabia Saudí. Creo que intenta que su trabajo se reproduzca en la BBC, como ya sucedió tiempo atrás con otro semejante, sin que, por supuesto, en este nuestro bendito país nos enteráramos.

Las imágenes que he visto me han dejado completamente angustiada. Un hombre es ahorcado en la vía pública por los esbirros de policía, las fuerzas armadas o como se llamen los sicarios del régimen monárquico saudí que cumplen semejante tarea. Queda colgando de la cuerda con la lengua fuera y los ojos desorbitados. Sirve de espectáculo a los que se arraciman en la calle. Otro es decapitado. Sobre un tronco, los verdugos apoyan a la fuerza la cabeza de la víctima y un hacha se la separa del tronco, salpicando de sangre a los que están ahí cerca. Los demás miran.

La siguiente es una mujer. Ha sido condenada a decapitación por adulterio. Varios hombres empujan y arrastran a un ser inidentificable porque va envuelto completamente en unas telas negras. Es delgada y pequeña, la arrodillan en el suelo a golpes y, sin más, uno de los asesinos asesta un gran mandoble con una cimitarra sobre su cuello que queda colgando de los trapos de su vestido. En público, para ejemplaridad de las demás.

Las mujeres van cubiertas con unos sudarios negros de los pies a la cabeza, dejando solo una rejilla para los ojos. Todo hombre que ve a una mujer sola tiene derecho a maltratarla. En la calle un hombre le pega varios bofetones a uno de esos seres cubiertos de negro, sin que ella haga el menor gesto para defenderse. En un supermercado, el empleado empuja a la cliente que intenta llenar un carrito de la compra. La empuja varias veces hasta que la tira al suelo y allí la deja.

La voz del narrador explica que el régimen de Arabia Saudí ejecuta cada año a centenares de personas, en público. Que las tortura cortándoles la mano o el pie, a veces los dos, si son acusadas de robo. Las decapita, las lapida o las ahorca si han sido declaradas culpables de blasfemia, herejía, adulterio, sodomía, deshonra familiar.

Un periodista, Raif Badawi, un librepensador que defiende la separación de Estado y religión, se encuentra en prisión desde mediados de 2012. Hace un año fue declarado culpable de “insultar al islam a través de medios electrónicos” por haber difundido sus ideas a través de Internet. Por ello ha sido condenado a recibir 1.000 latigazos ya que escribió en su blog una crítica al régimen saudí. 

Después de que se le infligieran 70 su estado de salud era tan precario que se interrumpió la tortura, a la espera de que mejorara mientras cumple la pena de diez años de cárcel, añadida a los latigazos.

La esclavitud está permitida, y practicada por la propia Casa Real. Miles de criadas filipinas, importadas por las familias ricas del país, casi niñas, trabajan todo el día sin sueldo, mal comen, mal viven, y son violadas por el señor de la casa. Mal pueden reclamar derechos cuando las propias princesas de la dinastía han sido recluidas en el palacio, por su propio padre, hace años, prisioneras en él por mostrarse rebeldes a las normas imperantes. La prohibición de conducir automóvil es una anécdota en la sucesión de prohibiciones que deben cumplir las mujeres, una de las cuales es que no pueden salir a la calle más que acompañadas por un varón. Por ello, no se ven mujeres en las calles.

Un país de distopía, donde unos hombres, los de las clases dominantes, devoran a todos los demás, sobre todo mujeres.

La sucesión de crímenes, infamias y conculcación de cualquier derecho humano, es la norma en Arabia Saudí.

Ese país, que es un lago de petróleo, y al que nuestros monarcas –España es un país bien singular que tiene dos reyes, dos reinas y pertenece a un club que tiene dos Papas– no dejan de apoyar.

Porque lo fundamental para la monarquía española es mantener su excelentes relaciones con las satrapías petroleras. Hemos visto al padre y al hijo Borbones abrazarse cariñosamente con toda la saga de los Ibn Saud, en los cuarenta años que soportamos su reinado. Y no sabemos qué beneficio económico comporta para nosotros o para ellos semejante amistad, pero con toda seguridad alguno será.

De otro modo, ¿cómo se podría obviar y ocultar y embellecer el horror en que vive la mayoría de su población saudita, en un siglo en que dicen que rige la Declaración de Derechos Humanos de la ONU, promulgada en 1948? ¿Por qué no hemos visto ninguno de esos dos documentales, que con tanto esfuerzo y riesgo, han filmado unos heroicos reporteros? ¿Por qué en España no se reproducen las declaraciones de Amnistía Internacional, Human’s Right Watch, y otras organizaciones de defensa de los perseguidos y explotados, que sin descanso siguen trabajando para denunciar ese régimen bárbaro y medieval? ¿Cómo es posible que se publiquen continuamente declaraciones y escritos de la corte de intelectuales, políticos, periodistas y otras especies de serviles y adulones personajes, rendidos al encanto de nuestros reyes, reclamando el respeto de los derechos humanos en Cuba y en Venezuela, y no se les oiga ni respirar sobre Arabia Saudí?

Y, ¿nos informan de lo que sucede en los Emiratos Árabes, en Kuwait, en Qatar, que tiene el dudoso privilegio de financiar el club de fútbol Barcelona, y del que futbolistas y aficionados, incluso niños, exhiben camisetas con su nombre? No, porque son las petromonarquías que abastecen de petróleo generosamente a la nuestra. Lo que no impide que nuestra factura de la luz o de la gasolina sea cada vez más cara. Se supone que las comisiones de los comisionados también lo serán.

¿Y conocemos las tropelías que cometen en Marruecos los sicarios del régimen, con miles de presos políticos en cárceles ignotas en el desierto? Pero Marruecos, un régimen autor de las mayores atrocidades contra el pueblo saharaui, bastión de la OTAN en el Magreb, es también inviolable e incriticable para nuestra infumable Casa Real, cuyos miembros, masculinos, no pierden ocasión en abrazarse con los otros varones de la dinastía alauita.

Solamente esta política de nuestros monarcas es suficiente para que los destronemos para siempre. Me siento triste de ver la indiferencia con que nuestro pueblo acepta que sus máximos representantes se relacionen, y se beneficien, con esos tiranos, pero al fin, las vanguardias políticas, esas que tanto hablan de cambio, deberían dirigir una campaña militante por la República.

Al menos, las feministas, esas que tanto rehúyen el compromiso político, deben posicionarse claramente contra nuestra Monarquía corrupta y cómplice de regímenes criminales, si es que les queda alguna pizca de solidaridad con las mujeres del resto del mundo.

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