Cervantes y los vencidos

Por Félix Población

Si no recuerdo mal, el escritor costumbrista Ramón de Mesonero Romanos (1803-82), que no solía ser muy duro en sus artículos, publicó uno sobre la demolición –en las primeras décadas del siglo XIX– de la casa donde residió y murió Miguel de Cervantes en Madrid, sita en la antigua calle de Francos, hoy de Cervantes, según placa que lo recuerda. En ese artículo, don Ramón lamentaba con una acerba crítica que esto ocurriera en su país, mientras que en Inglaterra se le le tributaba el máximo respeto a los lugares evocadores de la memoria de William Shakespeare.

Los restos del gran escritor inglés reposan desde 1616 en la Holy Trinity Church de Stratford-upon-Avon, su localidad natal, donde el visitante puede entrar gratuitamente, si bien se le sugiere el abono de una entrada por 1,50 libras (tres euros). Una vez en el recinto, el viajero podrá leer el epitafio que el propio Shakespeare dejó escrito y está grabado sobre la lápida de su tumba:

"Buen amigo, por Jesús, abstente de cavar el polvo aquí encerrado. Bendito sea el hombre que respete estas piedras y maldito el que remueva mis huesos."

Estos día hemos sabido, una vez dados a conocer los hechos en una rueda de prensa celebrada en el Ayuntamiento de Madrid, que las investigaciones llevadas a cabo en el convento de las Trinitarias, sito en el llamado Barrio de las Letras de la capital –próximo al lugar donde falleció Cervantes– han llegado a su término, tras casi dos años de labor investigadora. Según los expertos, los restos del escritor –que se sabía estaban allí– están enterrados junto a otros 16 adultos y niños en un nicho, bajo la cripta de la iglesia de San Ildefonso. Aunque todavía no se puede cotejar este hallazgo con una prueba de ADN, no se descarta una tercera fase para poder determinar este extremo.

A tal fin deberían hacerse una serie de análisis de carácter bioquímico. Se desconoce por ahora si los restos van a poder ser aislados de forma individual. Se va intentar extraer ADN de esas muestras, aunque el cotejo es prácticamente imposible porque los restos de su hermana están en un osario en Alcalá de Henares.

A falta de tan imprescindibles detalles, la alcaldesa de Madrid se ha apresurado a anunciar que se han iniciado conversaciones con el obispado para abrir la tumba al público, con todo el atractivo negocio turístico que esto puede comportar, a semejanza de lo que ocurre con la iglesia de Stratford-upon-Avon. Tal objetivo podía interpretarse como una imitación –con el notable retraso de varios siglos– del respeto del que gozó y goza en su país la memoria de William Shakespeare, fallecido el mismo año que nuestro más sobresaliente escritor. Si bien, a juzgar por el epitafio legado por el autor de 'Romeo y Julieta', también cabría la suposición de que a don Miguel no le hiciera mucha gracia este trajín, de compartir la opinión de su eminente colega, algo más que posible entre coetáneos.

El caso de la búsqueda y reconocimiento de los restos de Cervantes ocurre en un país que mantiene enterrados en fosas y cunetas sin nombre a decenas de miles de ciudadanos, ejecutados por quienes impusieron a España una dictadura de casi cuarenta años, por lo que entra dentro de la lógica que tan excelente viñetista como Ferrán Martín nos haya obsequiado hoy con la que ilustra este artículo, que no me resisto a terminar con este conocido párrafo del libro del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha:

“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”.

PD. Esperanza Ortega me recuerda, en un reciente artículo sobre el mismo tema, los versos de Francisco de Urbina en los que se refiere al entierro de Cervantes, que fue a la tumba con el ataúd abierto, quizá –escribe Ortega- para que la luz de la ciudad de Madrid, a la que en su cautiverio tanto había soñado con regresar, le ofreciera la caricia de su postrero adiós: “En fin –termina Urbina–, hizo su camino;/ pero su fama no es muerta,/ ni sus obras, prenda cierta/ de que pudo a la partida,/ desde ésta a la eterna vida,/ ir a cara descubierta”.

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