Cien días de la nueva Guatemala

Por Ileana Alamilla

Hoy pretendo, en nuestro marco republicano, bosquejar un balance del estado actual de los tres poderes del Estado, a casi cien días de haberse iniciado un nuevo período democrático en Guatemala.

Comencemos por el Ejecutivo. En las actuales condiciones, luego de las movilizaciones ciudadanas del año pasado y el resultado que produjeron, el presidente, aunque haya llegado a la cima con una gran legitimidad producto del resultado cuantitativo que le permitió arrasar en las elecciones, la verdad es que arribó con una potencial debilidad que, lamentablemente, se ha ido concretando aceleradamente. Jimmy Morales encarnó el rechazo a la corrupción que produjo el hastío generalizado, principalmente de las clases medias urbanas. Fue un voto masivo que implicó grandes expectativas sobre su honradez y cómo esta supuesta virtud se proyectaría en el saneamiento del Gobierno.

La idoneidad, en términos de capacidad y proyecto político, no fue un elemento que a la ciudadanía le haya preocupado. Bastó con que no fuera “ni corrupto ni ladrón”. Pero, mientras más alta es la expectativa, con toda la carga subjetiva que conlleva, las posibilidades de que se deteriore la confianza son mayores. Y Jimmy Morales ha hecho todo lo posible porque ese deterioro se inicie aceleradamente. Desde el principio fue pública su identificación con un colaborador cercano que resultó plagiador en el ámbito académico.

Una de sus principales ministras tuvo que ser retirada a los pocos días, señalada de ser contratista del Estado.

Cedió ante la “real política” y terminó aceptando el transfuguismo que tanto había descalificado siendo candidato. Tuvo que dar marcha atrás en el nombramiento irregular de un corredor de seguros. Y hasta el viaje de su menor hijo acompañando a la selección terminó golpeando su imagen.

Además de este deterioro concerniente a las virtudes de una nueva política que solo se percibe como discurso, contradictorio con la práctica, también se han hecho evidentes las dificultades que ha habido para que la nueva administración gubernamental arranque con fuerza y dirección. Su inexperiencia política le empieza a pasar la cuenta ante los ciudadanos.

Frente al Ejecutivo, tenemos un poder legislativo con un desprestigio exorbitante, incapaz además de entender el nuevo escenario que produjo, con todas sus limitaciones, la movilización ciudadana contra la corrupción. Un presidente del Congreso que comenzó asumiendo un liderazgo nacional que opacó el ya débil desempeño presidencial, se ha chocado con una maquinaria legislativa que avanza con la inercia de sus ineptitudes y descaros, de la cual él ha sido históricamente un engranaje más, aunque ahora quiera aparecer como distante de ese vergonzoso pasado.

Y el tercer actor, el poder Judicial, que del desprestigio casi total, en cuestión de meses pasó a provocar algunas expectativas positivas en la población, a partir de la iniciativa del Ministerio Público y la Cicig que le ha colocado en una palestra de una naciente simpatía popular. Sin embargo, la impunidad sigue campeando, y afecta especialmente al pueblo de a pie, aunque la imagen de los altos funcionarios públicos encerrados en las carceletas de los juzgados le da a la gente una embrionaria sensación de justicia.

En síntesis, el análisis de situación de la relación entre los tres poderes del Estado devela una peligrosa debilidad sistémica, la cual no necesariamente tiene como destino su profundización, sino que, eventualmente, podría modificarse el deterioro y concurrir en un fortalecimiento institucional, tan necesario para la gobernanza del país.

Los primeros cien días de gobierno aún ofrecen a los liderazgos de los tres poderes del Estado la oportunidad de actuar consecuentemente con la imperiosa necesidad de fortalecer al Estado, antes de que se agote la coyuntura propicia.

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