Navegación segura en el 'streamboat' de la vida

Por Ileana Ruiz

Hoy, cuando se acerca el 30 de noviembre, cumpleaños de Mark Twain, les recomiendo que vuelvan a las páginas de la juventud: seguramente escucharán el ruido de las palas de un steamboat que surca las aguas del Mississippi y no tardarán mucho en unirse a las aventuras de unos pilluelos. Porque como el propio autor señala:
“A pesar de que mi libro quiere servir de entretenimiento a chicos y chicas, espero que no sea rechazado por hombres y mujeres con esta excusa, porque parte de mis intenciones buscan permitir que los adultos recuerden con agrado a aquellos que fueron una vez: cómo sentían, cómo pensaban, cómo hablaban y las curiosas tareas que emprendía”. Mark Twain. Hatford, 1876
Xulio Formoso Mark Twain Mark Twain: navegación segura en el steamboat de la vida
Xulio Formoso: MarkTwain

Una aventura literaria

No recuerdo cómo ni cuándo aprendí a leer. En casa el hábito de la lectura es un patrón de crianza tal y como el hablar, caminar, comer autónomamente, el aseo personal o las horas y modo del sueño. Me inicié en la escuela a los cuatro años para aprender otras cosas: leer y escribir, ya sabía.
Para el clan Ruiz (con mis hermanos y hermanas somos muchos y fenotípicamente, muy semejantes), los libros siempre fueron la primera opción recreativa: buscábamos en la biblioteca de papá o nos metíamos en las habitaciones de los tíos y tías para revisar qué libro nos podíamos llevar como préstamo itinerante.
Leíamos por placer de hacerlo y para tener argumentos para nuestros juegos. De eso si me acuerdo: nos dio la varicela a uno tras otro sin mediar más de dos días y por un par de semanas no pudimos salir a la calle a patinar o montar bicicleta; así es que empezamos a jugar representando los personajes y aventuras de los libros que leíamos. Descubrimos lo divertido que podía ser eso. Cuando las pequeñas pústulas y sus marcas desaparecieron de nuestra piel, seguimos siendo Sandokan, Morgan, Phileas Fogg, Jack London, Los Cinco o Los tres investigadores.
En unas vacaciones escolares, llegaron a nuestra casa Tom Sawyer, Huckleberry Finn, Becky Tatcher, el Indio Joe, Joe Harper, Sid y Mary. Incluso, esta vez logramos convencer a mi hermana mayor para que, mientras leía, bordaba o se dedicaba a sus varios oficios del hogar, encarnara a la Tía Polly.
Pronto me cansé de ser Becky; me aburría ser un personaje tan femenino (entiéndase que luego de haber estado siendo “materia” para los espíritus de tigres de la Malasia y otros piratas o, investigadores audaces que descifran misterios, eso de volver a las trenzas y faldas me cayó bastante mal). Entonces se me ocurrió una idea maravillosa y así lo anuncié a mi familia a la hora de la cena: ¡a partir de esa noche, en lugar de ser alguno de sus personajes, yo sería Mark Twain! No muy convencido del asunto, mi papá me regaló una agenda de algún año ya pasado para que realizara mis anotaciones y así fue como me convertí en escritora.
Noche tras noche escribía los capítulos que jugarían al día siguiente mis hermanos y hermanas, torciéndole a mi capricho el destino que originalmente Twain había dado a sus creaciones. En mi familia ya no se juega a lo que escribo pero me siguen leyendo y criticando fielmente.
Por eso cuando Xulio Formoso, mi compañero de aventuras literarias, me escribió “Oye en 15 días es el aniversario de Mark Twain. Voy a hacer algo al respecto. Ahí te mando las primeras pruebas, obviamente falta el fondo con el paisaje de un steamboat  (barco de palas) sobre el Mississippi y tal vez a Tom o a Huck o qué se yo. Ya veré que le pongo. Creo que es un buen tema. ¿Quieres hacer la escribanía?”, mi respuesta afirmativa fue inmediata.

Libros: excelentes profesores para un autodidacta

Una de las cosas que más me gustan de Twain (por ese entonces llamado por su verdadero nombre, Samuel Langhorne Clemens), es su vocación autodidacta. A los once años falleció su padre y él tuvo que buscarse un empleo. La tipografía de un periódico lo acogió y por las tardes se iba a las bibliotecas públicas para completar su educación.
Para quienes trabajamos en educación no es extraña la crisis de identidad que genera la constatación de la inutilidad de la escuela. A menudo quisiéramos refugiarnos en su ausencia. Y, sin embargo, a ella apostamos: con experiencias significativas, con recreos sin timbre y con propuestas lúdicas importantes, con espacios para el encuentro y para resolver las contradicciones sin apelar a las violencias, con docentes que ejerzan su vocación profesionalmente, sin cercas y con abrazos, con una biblioteca con un universo de libros sin que ningún grillete los ate a los estantes.
¡Libros, libros y más libros! Al igual que Twain, a mis once años comencé a coleccionarlos: heredados, comprados, prestados, robados… ¡Demasiados libros habitan hoy día mi casa! No me alcanzará la vida para leerlos todos, menos aún si los más sabrosos los recaliento para la cena. Puedo tener higiénicos amigos virtuales pero mis libros que sean de papel. Los primeros no me necesitan y da igual si viven a tres cuadras o en el fin del mundo pero, en cambio, las hojas entintadas son cálidos receptáculos para mis sueños y aventuras. Si mis libros vivieran comprimidos en bytes, acorralados en una tablita ¿cómo podría prestarlos al detal, cada uno de acuerdo al gusto de cada cual? Tengo que dejar que se vayan buscando nuevos rumbos mientras la tecnología, luego de un proceso de seducción, se instala en mi vida.
Al escribir este texto, comencé a apilarlos para donarlos a cualquier biblioteca comunitaria… ¡Más grande fue la intensión que la acción! ¿Cómo puedo dejar a mi nieto desabastecido sin el ejemplar ilustrado de Príncipe y mendigo? Esta obra de Twain, a veces alabada y, otras, duramente criticada, establece una clara crítica social y pudiera ser pródromo de la literatura de ficción que enaltece la lucha de clases. Una primera lectura, realizada durante la propia infancia, nos muestra a un par de niños (quizás adolescentes) que siendo idénticos físicamente tienen destinos opuestos y deciden intercambiarlos. Una segunda lectura nos habla de la injusticia, del burocratismo, de una realeza ya rancia en 1881. Definitivamente, entre las lecturas de formación política que quiero que haga mi propio príncipe está ésta escrita por el casi mendigo Twain. Definitivamente, mi pasión impresa es un mal hereditario y vitalicio. Nunca son suficientes los libros que me habitan.
Luego de Las Aventuras de Tom Sawyer, las también Aventuras de Huckeleberry Finn y Príncipe y Mendigo, leídos todos en rápida sucesión, Mark Twain se alejó un tiempo de mi vista yéndose a dar un breve paseo con sus colegas Emilio SalgariJulio Verne y Alfred Hitchcook y así dar paso a otros autores y autoras con quienes mi papá pretendía civilizarme. Papá empezó a comprarme “libros para señoritas” en su dramático empeño de apocarme: María, de Jorge IsaacsMarianela, de Benito Pérez GaldósLo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell (aunque con éste último casi se le sale el tiro por la culata al darme de ejemplo a una alocada Scarlett O´Hara); Cumbres Borrascosas, de Emily Brontë.
Gracias a estas lecturas yo estaba a punto de convertirme en una lánguida damisela que jugaba al tenis en lugar de beisbol, bordaba manteles en punto de cruz o sábanas de motivos infantiles para mi octavo hermanito que ya abultaba el vientre de mamá, cuando nuevamente Mark Twain vino a rescatarme. Esta vez fue la intrépida Juana de Arco la heroína que desarmó los argumentos de papá: siendo joven, doncella y santa ¿cómo no iba a ser una lectura apropiada para una mujer? Durante mis años de cole fue mi sombra: me acompañó a la inquisición de los exámenes que las monjas me hacían, venció a las huestes inglesas representadas por las estudiantes del grado superior, sobrevivió al fuego de la hoguera de los labios de mi primer novio y se solidarizó conmigo cuando a mis doce años me acusaron de hereje al inscribirme en el Partido Comunista de Venezuela. Ese libro de Twain, Recuerdos de Juana de Arco, es el presente que entrego a mis sobrinas cuando llegan a “la edad del pavo”.
Luego, en la universidad, alterné mis estudios de Psicometría, Personalidad y Psicología Evolutiva con los Consejos para niñas pequeñas que Mark Twain me daba. Un yanqui en la corte del Rey Arturo y El forastero misterioso, compartieron las tertulias con Freud, Skinner y Frankl y luego con Piaget, Vigotsky y Freire.
A Mark Twain siempre lo conocí como escritor literario; sólo fue recientemente que lo hallé en las páginas de los periódicos y de su letra aprendí que el periodismo y la literatura es un camino de ida y vuelta.
Allí lo encontré humorista, duende burlón de las imprentas leí con gusto cada uno de sus relatos de viajes que pude alcanzar, me sonreí gustosa con los cuentos de La célebre rana saltadora del distrito de Calaveras y lo aplaudí al burlarse de la doble moral puritana y religiosa al leer su discurso On masturbation. Su estilo narrativo sostenido con firmes frases cortas, cargadas de sutil humor y sus vívidas descripciones dan cuenta de una mente ágil y certera.

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