Alternativas de unidad popular
Por Félix Población
La historia de este país está llena de
las miserias y tragedias que ese sectarismo ha ocasionado en periodos en que la
unidad hubiera sido fundamental para hacer frente a situaciones en extremo
dramáticas para aquellos ciudadanos que confiaban en alternativas progresistas.
Cuando se leen con ánimo crítico y
criterio científico determinadas páginas de ese pasado –tal como llevo haciendo
desde muchos años atrás–, no se puede evitar un hondo desasosiego ante hechos
tan significativos como el golpe de Estado del coronel Casado en el mes de
marzo de 1939, cuando trató de pactar con Franco un final a la Guerra de España
que el general felón estuvo muy lejos de cumplir.
En aquella situación desesperada que
vivía entonces Madrid era en verdad casi heroico mantener, como proyectaba Juan
Negrín, una resistencia a toda costa a la espera de que se desatara el
conflicto europeo que hiciera posible el apoyo de los países democráticos
implicados. Las guerra intestina entre casadistas y comunistas, que puso punto
final a la lucha del ejército republicano contra los golpistas del 18 de julio
de 1936 en las últimas semanas de la guerra, debería ser un capítulo a tener
muy en cuenta por parte de aquellos que, en periodo de paz, mantienen pugnas
ideológicas por defender unas siglas o imponer unos postulados cuya resultante
es la desunión e incluso la agresividad dialéctica.
Acabamos de comprobar, en las pasadas
elecciones municipales y autonómicas, que los procesos de unidad popular
llevados a cabo en Galicia, Madrid, Barcelona y Zaragoza en común han cosechado
unas excelentes resultados en las urnas, mientras que las siglas de Izquierda
Unida por sí solas –salvo en Asturias– han fracasado estrepitosamente. Parece
lógico, por lo tanto, que tanto el coordinador general de la coalición como el
candidato a la Presidencia del Gobierno –los señores Lara y Garzón– apunten a
la unidad popular como estrategia para presentarse a los próximos comicios
generales de otoño.
Lara, que hasta el pasado 24 de mayo se
mostraba reticente, coincide ahora con Alberto Garzón en esa alternativa, que
contaría con el apoyo de la mayoría de las federaciones y del PCE, si bien
algunas (Navarra, Euskadi, Canarias, Extremadura y Castilla-La Mancha) no
comparten ese criterio. Tampoco lo comparte Izquierda Abierta –más siglas– y la
federación de Asturias, donde IU ha conseguido unos buenos resultados, si bien
estaría dispuesta a acatarlo según decisión de la mayoría de federaciones.
Desde el nacimiento de Podemos he podido
comprobar, como votante habitual de Izquierda Unida, que mi postura dando como
bienvenido y necesario el surgimiento de ese partido arraigado en el 15M me ha
valido acervos reproches por parte de amigos y compañeros a los que estimaba
mucho. En algunos casos, las discusuiones han sido profunda y
decepcionantemente desagradables. Que eso ocurra entre quienes defendemos unas
ideas progresistas y emancipadoras, sin más interés que el de lograr un país
más equitativo, más democrático, más decente y sin merma de los derechos
sociales y libertades conquistados por quienes nos precedieron en la
consecución de esos logros, resulta tan descorazonador ahora como debió serlo –con mucho mayor motivo– cuando se estaba decidiendo en las trincheras el
porvenir de España.
Pero lo que más desespera y enoja es el
espectáculo que esa izquierda sectaria ofrece a quienes, desde tan poderoso
entramado como el que constituye la dictadura global de los poderes
financieros, asisten complacidos a las pugnas intestinas de quienes pretenden
enfrentarse a sus desaguisados.
Espero que Madrid y Barcelona, sobre
todo, esas dos grandes ciudades en donde una unidad de la izquierda ha primado
sobre siglas, egotismos y sectarismos varios para hacer posible una nueva
gobernación, demuestren en los próximos meses que los votantes que la han hecho
posible no se han equivocado y serán muchos más en las próximas elecciones
generales.
Para eso es preciso que la alternativa de
la unidad popular triunfe sobre las más viciadas y repelentes taras que
históricamente la malogran o impiden.
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